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ISSN 1989-4163

NUMERO 26 - OCTUBRE 2011

Disfrazados

Luís Arturo Hernández

                                                                            
                               al bueno de Pedro Otaduy, que acabó pagando el pato

«”Pueblo” se emplea tantas veces al hablar y escribir como la sal en la comida; a todo se le agrega una pizca de pueblo: fiesta del pueblo, camarada del pueblo, comunidad del pueblo, cercano al pueblo, ajeno al pueblo, surgido del pueblo…»
    Victor Klemperer, LTI La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo

«Brecht se había aproximado ya al tema de La Decisión en una de sus llamadas “Óperas escolares”. […]En La Decisión vuelve a la carga. Se trata de una obra de intención explícitamente didáctica, es decir, de transmisión y enseñanza de ciertos contenidos. Esos contenidos intencionales son la virtud de la disciplina de partido, la austera y trágica grandeza de la negación de sí mismo, la sumisión del individuo a la acción y a sus leyes que, aun en el caso de suponer la autodestrucción o la negación de los impulsos aparentemente más nobles de la naturaleza individual, se aceptan como un destino superior.»   
                                                J. Á. Valente, Las palabras de la tribu

   “Es escritor de mucho arrepentimiento, indecisión, premeditación y forzosidad. De su fábula parece seguro, pero los diálogos son ya de catedrático de Instituto más que de autor teatral.  […]/ La Victoria, para él, si llega, será el triunfo en los teatros de Madrid, lo único que puede salvarle de un largo porvenir de profesor de bachillerato que, cuando se eche a volar literariamente, soltando la fantasía por las ventanas del aula, se caerá de bruces, probablemente, sobre el patio del recreo.”
                                        Francisco Umbral, Leyenda del César Visionario

      El deshumanizador está inhumanizado. El rehumanizador que rehumanice al deshumanizador — desinhumador— inhumanizado buen rehumanizador será.   
                                                Aitziber López de Alda

   En un lugar de Euskadi, de cuyo nombre no quiero ni acordarme, vivía no ha mucho tiempo un hideputa, malicioso virus de rebelión y peor “compañero de viaje”, cuya vida guarde el brazo secular de la Justicia contra malhechores a la sombra muchos años…
                                                                 …
   Dice que estaba escribiendo en la pizarra Deshumanización del arte —-en el segundo movimiento del vaivén que va del Modernismo a la Rehumanización (del arte del nuevo romanticismo)—, cuando irrumpieron dando voces, “¡Todos al suelo!, ¡Manos arriba!”, vestidos —disfrazados— de guardias civiles, en realidad militares —ahora que se acaba de desmilitarizar el cuerpo armado—, empujando a un supuesto —más que presunto— detenido, ataviado con una camiseta de bandera catalana independentista —franjas rojas y amarillas multiplicando, fragmentada, hilando fino, la rotundidad del rojo y amarillo de las banderas españolas que lucían por doquier, en torpe remedo nacional español—.

   Dice que él, apegado a la pizarra, como a una pantalla magnética de color esmeralda, acabó de caligrafiar “humanización” —pluma blanca en el follaje de la pizarra verde— porque ya le ponían, de rodillas y a empellones, al lado, invadiendo la falta de estrado, al detenido, apuntándole a la nuca con una pistola —quiere suponer que simulada, mero atrezzo— y, entre voces de mando y proclamas inculpatorias en castellano, uno de ellos, con traje de paseo, a diferencia del uniforme de campaña del resto, leía un discurso del  rey parodiado en el que se justificaba condena a pena capital del detenido —cae ahora en la cuenta de que no había capellán ni representante alguno del clero, como suele en cualquier mojiganga satírica de los poderes fácticos de la Hispanidad que se precie—, mientras una chica, ataviada de princesa de cuento, saludaba, lanzaba besos y sonreía.

   Y que la ejecución tendría lugar en el patio —de armas, como en aquel cuento de I. Aldecoa—. Que a él no le pilló desprevenido, dice, porque le había avisado el director en persona de la eventual interrupción de la clase —de Literatura Española— para tal  representación —performance— de una  farsa de denuncia del Imperialismo Español en el País Vasco —en tiempo de “alto el fuego”—, juego teatral de agitación y propaganda de las juventudes del Centro con consentimiento de la dirección —o aggiornamento de las comedias de colegio en tiempos del Franquismo: “la Historia se repite primero como tragedia, luego como farsa”—, y le dio tiempo, cree él, de apartarse del telón de fondo de la pizarra uniforme con que se mimetizaba el verde oliva de los militantes farsantes  —fragmento a su imán, deformación profesional, atracción fatal—, antes de que una joven e improvisada reportera diera comienzo a la sesión fotográfica del espectáculo, disparando su cámara digital —a dedo—.

   La escritora en ciernes —siempre hay una escritora en ciernes en todas las clases de Literatura—,  aunque poco afecta a la causa patriótica, exteriorizaba su asombro con alharacas ante la premeditada intervención de teatro didáctico a lo B. Brecht y las dos  simpatizantes —en un grupo en que la mayoría se abstiene ante las convocatorias de huelga independentistas— se regocijaban desde la primera fila con regodeo de nenitas pequeño-burguesas que aún no han alcanzado la mayoría de edad política suficiente para dar el salto al teatro épico. 

   Sigue diciendo que, cuando se hubieron marchado dando vivas a España, a la Guardia Civil —sin competencias prácticamente en el País Vasco— y al Ejército Español, con toda su parafernalia pretendidamente fascista y la faramalla de banderines y gallardetes para darle matarile al reo, una atmósfera de encantamiento —entre hechizo por parte de ellas, eran chicas todas las discípulas, a falta del único muchacho, el compañero de viaje del grupo de clase integrado, por compromiso de clase, en el escuadrón nacional de la farsa, y alivio, digo, dice, por parte del docente—, suspensa la incredulidad —atónita y dispersa—, que no quiso —o no pudo, o no supo— matar la ilusión teatral mediante el distanciamiento brechtiano —como los actores tampoco habían hecho— y volvió, sin solución de continuidad, a la perversión pequeñoburguesa, jovial y descomprometida de la Deshumanización —del Modernismo sentimental de Rubén Darío al Creacionismo antisentimental de Huidobro— antes de dar el salto —perpetuum mobile del péndulo de Foucault— al neorromanticismo sentimental de la Rehumanización —de César Vallejo a Pablo Neruda—, en el terreno de juego de los movimiento literarios —la pizarra, un rectángulo de césped planchado— en un diálogo implícito, tácito, y por yuxtaposición simultaneísta de las voces explícitas de mando que sonaban ya en el patio —el habitual campo de fútbol, gris de grava y asfalto— donde se procedería a ejecutar, en un juego de guerra en plena tregua al condenado a la pena máxima, ante la mirada morbosa por la ventana de las niñitas idiológicamente menores de edad.

   Como si la carnavalada —y el carnaval se domestica, se amaestra, se institucionaliza, con la permisividad del poder, en este caso de la Dirección del centro, que auspicia el mundo al revés, dice que pensó entonces, dilecto discípulo de Bajtin, el pobre profesor de instituto deportado a Siberia por Stalin—, diera la réplica dialéctica —o dialectal— con aquel compromiso de su teatro político —“¡manos arriba!”, o patas arriba—, a la asepsia ideológica de la deshumanización en cuya explicación había sido interrumpido.    

O, de otro modo, dice que piensa ahora, con la distancia que da el reconcomio emotivo, que el compañero de viaje se fumara su clase de literatura deshumanizada —Huidobro y sus paisajes sintéticos: campo de fútbol de pizarra, césped esmeralda rayado de tiza, sin ir más lejos—, para darle la alternativa de una literatura en acción, agit-prop —¿al pop, o a Propp?—, teatro inhumanizador —en paradoja grotesca— a base de atizarle al reo un tiro en la nuca —¿anticipo de la campaña Nuca más? —. Y tal  performance, por cierto, pensó él, dice, ¿se representó en todas las aulas? ¿O solamente en el aula de las esquirolas y el Español?    

   Reflexiona él y en otra aproximación científica al motivo de su inquietud emotiva cae en la cuenta de que la instrumentalización de la teoría teatral de Brecht por parte de una avanzadilla nacional-socialista —sedicente vanguardia frontal cultural revolucionaria— revela, en el acto mismo de la puesta en escena de la mascarada distanciadora, con ojos extrañados, la impostura del poder —diría el cítrico crítico Constantino Bértol(t)o—, el conocimiento de la verdad revelada —apuntillaría, apostillaría envalentonado el crítico y poeta poliValente— en el Pathos dramático de una patética confesión por inversión:

“[…] Pero en el curso de la enseñanza misma, lo enseñado pierde su condición de contenido voluntario para convertirse en objeto sobreintencionalmente descubierto. […] es la revelación de un sector de realidad que la ideología ocultaba: el de las relaciones conflictivas entre moral individual y moral de partido, entre la existencia personal y el monopolio ético-político de una acción justificada por su fin último” (Las palabras de la tribu, Tusquets, 2002, pp. 45-46).

   Vale decir: la de que esos jóvenes nacionalistas vascos no tengan más subterfugio para patentizar su condición de españoles castellanoparlantes y militaristas que el disfraz en el tinglado de la farsa, disfrazados —disfarsados— de militares hablando en castellano,  con coartada para hablar en español —en negativo fotográfico: bajo el envés de la hoz, el haz del Fascio- y, mostrando su auténtica cara —su faz verdadera— tras la Cruz  de los Caídos, envueltos en el tabú de los vivos colores solares —el rojo y amarillo— que desde su más tierna infancia en centros de adoctrinamiento nacional vasco han asumido, en el vaciado de un molde en serie, convertido en metáfora del vacío nihilista militante.  

   No hace falta acudir a la paraciencia de Freud —aunque bien pueda ser un Adorno, sí, yo también, te adoro, Teodoro—, dice que se malició, para entender ese esperpento: el hallazgo estaba en el propio método de distanciamiento brechtiano del que ellos se han servido —sin auténtico distanciamiento— y en el viejo truco clásico y ambivalente de engañar con la verdad: en una confesión pública mediante la violencia simbólica de su irresistible ascenso —¿y caída de los dioses?—, del terror y miseria de su secreto deseo.

   Pues, y por seguir cebando la salchicha de Frankfurt,  al margen de que sean verdugos haciéndose pasar por reos, victimarios por víctimas, lobos por corderos, la dialéctica es bien simple y podría formularse a partir de la escisión identitaria del San Manuel Bueno del escritor vasco unánimuniano: la tesis —quien cree ser en su foro interno: la víctima (enajenación mental); antítesis: quien aparente ser en el foro teatral: victimario español (alineación social); y síntesis: quien resulta ser (para la sociedad laica y de derecho, que no ya ni pa Dios): Victimario (desinhibición de su auténtica pulsión y liberación de la hipocresía social).

   Consciente de la inutilidad —de profesor inútil— de tal especulación, vuelve a tomar tierra, a la raíz de la inquietud, a ahondar en la desazón inconfesable —-gratuita como su propia trascripción— que imagina como aviso kafkiano que empuja a busca la falta —el castigo que busca la culpa, que diría los checos K.: el acosado, acusado; frente a la dostoievskiana culpa que busca el castigo: el acusado, acosado— quizás en una jovial identificación pública del verde olivo de la ropa  del “compañero de viaje” con aquel juanramoniano pájaro cantando camuflado en el follaje. O, también, la insistencia en el vínculo de la literatura española con el Partido Comunista, que desprecian igualmente por ser “De España” —resultando lo que pudiera haber sido un Detente bala un tiro por la culata que revierte, en su viaje de ida vuelta (y eso si es que hay vuelta de hoja), sobre el tabú interdicto, engolfándolo inexorablemente en la Hispanidad —con su vergonzante rosario de celebraciones: desde el imperialista Descubrimiento de América, pasando por la retrotridentina Virgen del Pilar, Patrona de España y de la represiva Guardia Civil y el Día de las militaristas Fuerzas Armadas hasta el ultraconservador y reaccionario Día de la Hispanidad acuñado, desde el Rubén Darío “y la América que reza en español”, y pasando por Hipólito Irigoyen, por el olvidado histórico —y descerrajado— vitoriano Ramiro de Maeztu y Whitney, en la ctónica de placas de la Fiesta nacional.

   O, en último extremo, quiere ver en el sainete carlista-leninista —torpe remedo de los de Valle Peña— la réplica a la ejecución de un liberal en la novela corta Los lobos de la causa —un homenaje implícito ya desde el título del profesor H. a las obras de Valle—, como si hubieran leído ya tal novela —por lo demás inédita, según asegura el editor— y en otra vuelta —no de tuerca sino— de una imaginaria cinta de Moebius parodiaran en teatro una novela cuya existencia sólo él conoce. ¡Si yo no les he hecho nada... todavía!, dice que piensa, pero no como mecanismo exculpatorio, que declarara su inocencia —nadie lo  es, claro, pero ellos menos que nadie— o acogiéndose a medidas de gracia,  sino postrado frente a su incapacidad para comprender la hostilidad hacia él —que no ha manifestado, por mor de profesionalidad, o por comodidad, o por miedo— su disidencia o desacuerdo más allá de lo estrictamente académico, pasmado ante la evidencia de la necesidad que expresan tales actuaciones de encarnar al enemigo en un ciudadano no nacionalista profesor de Español. 

   Y en cuanto asoma, resquebrajando la pizarra de la  jovialidad, dice, la incertidumbre, el atisbo de manía persecutoria o, como dicen los viejos que dicen los jóvenes, paranoia —–aunque no hay mayor, o peor, o “más alta” (dirían los poetas deshumanizados) que la de aquel a quien realmente lo persiguen, como afirmaba L. Mª Panero haciendo un (trans)Ferenczi—, se plantea la conveniencia de dejar semejante rompecabezas porque, a fin de cuentas —y de tantos cuentos—, a quién le preocupa la idea de la Hispanidad —“quijotada” de don Ramiro su cruzada y Defensa de la ídem(tidad)—, en vísperas de un nuevamente denostado 12 de Octubre, si la lengua goza de una salud de hierro en su ciudad natal —la de la gloria de  don Ramiro— y sus hablantes naturales pueden seguir haciendo leña del formidable árbol multisecular que da sombra a millones de hispanos y cuyo arraigo ultramarino —nenúfar arborescente y transatlántico— asombra a quienes moramos bajo sus ramaje, e incluso parece natural que las hojas más antiguas se sequen y se desgajen las ramas podridas —de sus orígenes como lengua franca en la cuenca del nacimiento del Ebro y, claro, en la vascófona tierra de Álava, durante la Edad Media—.

        “[…] Es el joven sin juventud que va para la segunda enseñanza, irremediablemente, el erudito de provincias, ese hombre feo y sabio en cuya vida no ha sonreído nunca la primavera. […] Lo que más abrumación da a su espalda es esa fama de crítico literario, de sabio prematuro, que los demás le han puesto como apartándole inconscientemente de la creación, con su admiración, de toda posibilidad creadora.

  […] Porque ya se ve a sí mismo como un escritor de cátedra por la mañana y despacho por la tarde. Lo malo es que los libros se los querrá escribir el catedrático, y nunca saldrá lo que había soñado el escritor.”
                                          Francisco Umbral, Leyenda del César Visionario

   P.D.: Y, sin embargo, confieso un íntimo reconcomio al tratar de explicarme por qué una mojiganga organizada por anarquistas con curas y militares y banqueros –clérigos, caballeros y burgueses-  en Madrid la víspera del Día de la Hispanidad resulta castiza y aquí, en el País Vasco, con todo el distanciamiento teatral que se quiera, una impostura: nacionalismo de españoles privilegiados con su atraillada jauría de perros asilvestrados.

 

Iriarte

Grabados de J. C. Iriarte

Iriarte

 

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